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- Señor, permitid.me que en esta soledad os haga una confidencia. - ¿De qué se trata? - Es de vuestra esposa a la que sé queréis con todo vuestro corazón. - Si lo que vais a decir es algo desagradable os mego os apartéis de mi lado. - Todo lo contrario, señor, es una noticia muy buena. - Entonces podéis comenzar. - Vuestra esposa es muy buena... una santa. - Lo sé mejor que nadie. - Pero lo que me parece ignoráis es que está de hace un tiempo a esta parte muy triste... Es muy joven aún... y tal vez alguna palabra menos afectuosa del señor... Tal vez un gesto menos tier– no ... Tal vez un olvido involuntario... Tal vez al– guna imprevista falta de atención... Lo cierto es, señor, que mi señora la duquesa está muy triste y hasta ha llegado a dudar de vuestro amor. - No prosigáis - intermmpió el duque -. To– do eso que me dices es la más burda de las calum– nias. Habéis de saber que para mí la duquesa Isa– bel es la única mujer que amo en la tierra. ¿Veis esa montaña? Pues si toda ella fuera de oro no la cambiaría por el amor de mi esposa. * * * La que había propalado tan infame calumnia era la princesa Sofía, madre del esposo de Isabel. 94

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