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El cuadro era emocionante. Todos lloraban. Só– lo Margarita conservaba la entereza de siempre. Cogió la mano de su hijo, la apretó dulcemente contra su corazón, y, levantando los ojos al cielo, exclamó: «Gracias, Dios mío, porque me habéis dado valor para soportar tántas calamidades... Se– ñor mío Jesucristo, que por tu muerte vivificaste al mundo, ten piedad de mí...» Fueron sus últimas palabras. 92
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