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Todos guardaron silencio y, acto seguido, se or– ganizó la procesión camino de la iglesia. Delante de todos iban los obispos y los clérigos, resplande– cientes de oro y seda. Seguían los caballeros cu– biertos con capas de armiño y en la cintura las espadas enfundadas. Detrás escuderos y pajes, y, cerrando la comitiva, el emperador y su esposa, el rostro radiante y llena de esperanza. Llegados al atrio de la iglesia los obispos y clérigos se revistie– ron de los ornamentos sagrados y esperaron el jui– cio de Dios. Cunegunda se acercó a las rejas hechas fuego y, en medio de un silencio impresionante, sueltos los hermosos cabellos, las manos cruzadas ante el pecho y los ojos fijos en el cielo, comenzó a andar sobre las rejas candentes mientras decía con singular fervor: «Oh Señor y Dios mío, apiadaos de vuestra humilde sierva». Cuando Cunegunda terminó su impresionante prueba todos los asistentes estaban llorando pues– tos de rodillas. Enrique, sin poder contener la emoción, se acer– có a su esposa y le dijo entre sollozos: - Esposa mía, confieso que he sido un insen– sato dando crédito a tus calumniadores. Quede mi lengua pegada a mi paladar si hasta el fin de mi vi– da no trabajaré por reparar dignamente la injuria que te he hecho. En cuanto a los calumniadores yo sabré hacer caer sobre ellos todo el peso de la jus~ ticia. - Esposo mío - repuso Cunegunda -, todo 79

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