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ra que volvieras pronto; y soy feliz porque, al fin, ha oído mis ruegos. - ¿Qué más has hecho? - Las horas que no he dedicado a la oración las he gastado en atender a nuestros hermanos los pobres. - ¿Y nada más? - Nada más, esposo mío ... ¿Te han dicho algo malo de mí? Dímelo todo, Enrique, pues no puedo ver que sufras por mí. - La ;prueba es dura, pero el Señor que me la ha dado sabrá por qué... •- Te ruego, esposo mío, me digas .cuanto antes lo que es. Enrique levantó los ojos del suelo, los clavó fj_. Jamente en los de su esposa como queriendo leer en ellos la verdad de lo sucedido, y dijo tristemente: - Me han dicho que me eres infiel. Cunegunda, al oir estas palabras, bajó los ojo~ avergonzada y comenzó a llorar. Enrique no supo qué pensar de aquellas lágrimas. Por una parte le parecieron lágrimas de rabia, por otra lágrimas de vergüenza. Pasaron m1os instantes. Enrique rompió aquel silencio de muerte. - ¿Qué dices a esto? - El Señor del cielo y de la tierra que todo lo sabe ....:... repuso Cunegunda -, espero probará mi inocencia. Como la casta Susana espero verme li– bre del falso testimonio que contra mí se ha levan– tado. Sólo te pido, esposo mío, que reúnas en este 77
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