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puñar las armas para defender sus dominios. La despedida de ambos esposos fue dolorosísima. Cu– negunda se vistió las tocas de viuda y esperó la vuelta de su adorado esposo. Pasaron algunos meses. La guerra no termina– ba y Cunegunda intensificaba sus oraciones y peni– tencias pidiendo a Dios por su esposo. Mientras ella rogaba de esta manera, en palacio algunos nobles descontentos tramaban contra la virtuosa empera– triz la más infame de las calumnias. Nada menos que la acusaban de infidelidad. Cuando se recibió la noticia del fin de la guerra, los astutos nobles creyeron ver la mejor ocasión para conseguir sus malvados propósitos. Salieron los primeros al en– cuentro del emperador y, con palabras aduladoras, le dieron la más cordial bienvenida y le felicitaron por el feliz éxito de la campafia ; - ¿Cómo está mi esposa? - preguntó inmedia– tamente Enrique. - Majestad, vuestra esposa está bien de salud, pero ya no es la misma que dejasteis al marchar... - ¿Qué queréis decir con eso? - interrumpió Enrique. - Que vuestra esposa os ha sido infiel. No os extrañe, señor. La larga ausencia de vuestra majes– tad, la vida cortesana, la juventud de vuestra espo– sa... Una debilidad, ¿quién no la tiene? - ¿Mi esposa infiel? - gritó Enrique descom– puesto -. No lo creo. - Señ.or, también nosotros nos negamos en un 75
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