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- No, esposo mío - contestó Cunegunda con fos ojos radiantes de alegría-. Tus palabras han sonado en mis oídos como la más delicada melodía. Yo tam– bién, esposo mío, tengo hecho voto de virginidad perpetua. Por acallar los deseos de mis tutores, pe– ro sin perder la confianza en el Señor, acepté el unirme contigo en matrimonio, pero mi gozo es indescriptible al ver que Dios ha velado por nos– otros. - Confío, esposa mía, dijo Enrique, que ese mismo Señor nos dará fuerza para poder cumplir ló que le hemos prometido. Enrique cogió de la mano a su esposa y la acom– pañó al lecho reservado para ella. Antes de separar– se la dijo emocionado: - Ahora sí que puedo llamarte de verdad espo– sa mía. El Señor está con nosotros. Jurémosle per– manecer fieles a nuestra promesa. Por lo que a mí toca te prometo honrarte como a la más perfecta esposa. *** Nadie pudo sospechar tan delicada escena. En el palacio imperial siguieron pasando los días en las ocupaciones de siempre. El emperador entrega– do a los negocios de Estado, Cunegunda ejercitan– dq la caridad, su ocupación favorita. Pero aquella felicidad no tardó en oscurecerse por el nubarrón de la guerra. Enrique tuvo que em- 74

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