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* * * Mientras tanto en el palacio de los condes de Luxemburgo Cunegunda no cesaba de llorar. Muer– tos sus padres, los tutores insistieron en que acep– tase la mano del emperador. La joven duquesa, ac– cedió al fin, confiando que el Señor la ayudaría a cumplir, aún en el matrimonio, su voto de virgini– dad. La boda se celebró como convenía a tan ilustres contrayentes. Los caballeros sonreían satisfechos ; las damas y princesas miraban con envidia la nue-· va emperatriz y todos los invitados se alegraban de que el emperador hubiera elegido para esposa a una mujer bella. Al llegar la noche cesaron las músicas y las di– versiones. En la alcoba imperial dos lechos cubier– tos de brocado. Sobre un mesa de bronce una lám– para del mismo metal. Sobre los lechos la imagen · de un hermoso Crucifijo de oro. Enrique, señalan– do la devota imagen, dijo a su joven esposa: - Esposa mía, quiero, en esta primera noche de nuestro matrimonio, manifestarte un gran secreto, que estoy seguro desconoces. Me he casado contigo por cumplir un deber para con mi pueblo, pero has de saber que tengo hecho voto a Dios de conti– nencia perfecta. Cunegunda al oir aquellas palabras lanzó un profundo suspiro. - ¿Te horroriza mi confesión? - preguntó En– rique tembloroso. 73
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