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Radegunda cayó desmayada y apenas pudo ex– clamar: - ¡Dios mío, dadme fuerzas para presentarme ante el rey! Cuando volvió en sí, se dirigió donde estaba su marido, el cual, al verla pálida y desencajada, se arrojó a sus pies pidiéndola perdón. - Esposa mía - dijo-. He cometido el crimen más repugnante. Ha sido un momento de locura... Los celos me consumían... Supe que tu hermano quería huir y llevarte en su huída y yo no he podido soportar semejante injuria. Perdóname. Radegunda, blanca como una estatua de cera, exclamó: - Nunca lloraré bastante la muerte de mi her– mano... - Lo sé - contestó Clotario - pero te ruego que me perdones. - Cristo perdonó a sus enemigos desde el árbol de la Cruz - dijo entonces Radegunda - y yo no sería verdaderamente discípula suya si no te per– donase. Pero ya que has abierto en mi corazón es– ta enorme herida, te ruego me permitas retirarme a un monasterio para ejercitarme en obras de cari– dad, rogar por ti, y por el alma de mi hermano. - Haz lo que quieras - contestó el rey - y pide al Señor que me perdone como tu me acabas de perdonar. El obispo Medardo es varón de Dios, preséntate a él y haz cuanto él te aconseje. 4. - Sangre azitZ 49
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