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dos, perdona los pecados del rey, los que cometió contra mi familia y, sobre todo, los que sigue come– tiendo. * * * Un día llegó a oídos de Radegunda la triste no– ticia. Idegunda acababa de morir. En palacio se guardó riguroso luto y Clotario, ante los fríos despojos de su esposa, sintió más el remordimiento de su vida disoluta. Hasta se habló de que el rey había comenzado una vida mejor. Pero la realidad no fue así. Pasados los prime– ros meses Clotario volvió .de nuevo a su vida de desenfreno. Cierto día en que Radegunda estaba, como de costumbre, repartiendo la limosna a sus pobres, distinguió en la lejanía una gran polvoreda, como de gente que se acercase a caballo hasta allí. - ¿Quiénes serán? - pensó -. ¿Tal vez envia– dos del rey? La sospecha pronto fue una realidad. Algunos de los más íntimos del rey se acercaron a la joven princesa, y, con profunda reverencia, le entregaron un historiado pergamino en el que estaba escrita la voluntad de Clotario. La escena fue :i;ápida y emocionante. Mientras leía el pergamino, y los enviados del rey esperaban impacientes la contestación, la inmensa muchedum– bre de pobres que allí había no cesaba de repetir: El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdó- 43
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