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En .. la corte de los francos reinaban los más brutales desórdenes. La vida disoluta del rey con– tribuía a ello. Hacía algunos años que Clotario se había casado con la hermosa Idegunda, pero lejos de hacerla feliz, la había convertido en una ver– dadera mártir. Sensual e impulsivo, no tardó en profanar el tálamo conyugal. De nada sirvieron, ni la virtud acrisolada de su esposa, ni las dulces re– criminaciones del obispo de Reims, Remigio. El rey no conocía otra razón que la de su instinto. - Acordaos - le dijo cierto día su esposa -, acordaos de vuestra madre Clotilde. Si ella viviera, ¿ tendríais el valor de hacerla sufrir como me ha– céis a mí? Clotario, engreído por sus triunfos en los cam– pos de batalla y por el éxito de sus conquistas en los salones, despreciaba las advertencias de su es– posa. Sin embargo, en medio de sus disoluciones, había un pensamiento que le frenaba: era el re– cordar que la herniosa Radegunda, encerrada en el castillo de Athies, llevaba más vida de ángel que de mujer. Puesta bajo la dirección de excelentes maestras, la joven rezaba, bordaba, jugaba y, so– bre todo, se preparaba para ser la futura reina de los francos. Clotario hurtaba el tiempo de cuando en cuando a sus más urgentes ocupaciones para ir a verla y, cada vez que estaba con la hermosa princesa, se le abrasaba el corazón en el fuego de la pasión más violenta. Lo único que se oponía a tan voraz incendio era el matrimonio con Idegun- 41
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