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las duras condiciones, con una mano en el pe– cho y la otra sobre la empuñadura de su espada, enfundada en señal de sumisión, dijo a Clotario: - Señor, dejadme que os hable como vencido. Sé que no merezco ser escuchado, ya que las leyes de la guerra me niegan este derecho, pero co– mo cristiano, espero que vuestro corazón no será tan duro como el de un infiel. Llevaos a vuestra tierra lo que queráis, pero no me neguéis el con– suelo de tener a mi lado, mientras viva, a mis dos sobrinos. Vos sabéis que son huérfanos y que yo los he considerado siempre como si fueran mis hijos. - Precisamente tus dos sobrinos - contestó C1otario con dureza - serán la principal riqueza del botín. Radegunda por ser hermosa, su herma– no por ser inteligente. A ella la haré mi mujer, a su hermano el principal de mis vasallos. - Pensad, señor .- insistió Hermenefrindo - lo que significa para unos niños de tan tierna edad dejar para siempre el palacio donde nacieron y la tierra donde se criaron... - Las leyes de la guerra son inexorables - repuso Clotario - y el vencido no tiene derecho a poner condiciones a su vencedor. Daos por satis– fecho si os he permitido hablar. El toque de clarín sonó imperiosamente y Clo– tario emprendió el viaje a la hermosa Francia, lle– vándose, como parte importante del botín, a los dos sobrinos de Hermenefrindo. 40
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