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bro. Alargó la mano, sin decir una sola palabra y Clotilde le entregó unas monedas de plata. El men– digo, al recibir la limosna, se inclinó respetuosa– mente, besó la mano de la princesa y se retiró. Clotilde le siguió con los ojos, extrañada de aquella forma de pedir y dio orden a una de sus doncellas para que no perdiese de vista al misterio– so mendigo, pues tenía interés de hablar con él. Terminado el reparto, los pobres se fueron cada uno por su parte y el pobre de la alforja se acercó de nuevo a Clotilde, con los ojos bajos y en ade– mán ceremonioso. - Permitidme, hermano - dijo entonces la princesa - que os haga una pregunta. ¿De dónde venís y quién sois? - Vengo del país de los francos - contestó el mendigo. - ¿Del país de las francos? - preguntó Clotil– de con extrañeza -. Sé que son enemigos irreconci– liables de los borgoñones. - Es cierto, por eso precisamente mi señor ha querido hacer llegar hasta vos un mensaje que siem– pre ha sido interceptado. Hoy, por fortuna, ese mensaje ha llegado a vuestras manos. Esto diciendo entregó a la joven princesa un pe– queño pergamino en el que el rey de los francos la saluda con palabras de cariño y de respeto. Terminada la lectura, Clotilde preguntó: - Veo que vuestro señor es un gran caballero, ¿ no podríais decirme su nombre? 29

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