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- La felicidad, hija mía - contestó Gundebal– do - no está siempre donde la creemos, sino don– de ella nos espera. Si eres buena, la felicidad estará en esta soledad que tánto aborreces. Clotilde quedó pensativa sin acertar a entender la contestación de su tío, y siguió soñando en los mares lejanos y en los bosques desconocidos. Cierto día vio entrar en una de las habitaciones de su tío al astuto Aredio. Le siguió con los ojos, pues sospechó, a juzgar por la preocupación que demostraba, que algo grave le traía allí. Llevada de la curiosidad se acercó a las cortinas que ocultaban la puerta y escuchó esta conversación. *** - Majestad, esa niña a quien mimáis y que hoy es vuestro tormento, es posible que mañana sea vuestro más terrible verdugo... - Lo sé, Aredio, pero ¿por qué vienes a recor– darme estas cosas? Ella es inocente y nada sabe de cuanto ha sucedido. - Pero lo puede saber, majestad, y entonces ... - Tienes razón. El día en que Clotilde sepa que yo fui quien di muerte a su padre y mandé arrojar a su madre al mar, aquel día me odiará. - Estad seguro, señor, que tarde o temprano lo sabrá. Como también sabrá que sus dos herma– nos fueron muertos por orden vuestra. - Aredio - dijo Gundebaldo lleno de terror - no levantes la voz de esta manera; el palacio está 26
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