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ción. Mi mayoría de edad exige que sea yo el que dirija personalmente los asuntos del estado y has– ta me parece más propio que no seas tú, sino mis consejeros, los que me ayuden en el difícil arte de gobernar. Pulquería se echó a llorar. Aquel desprecio de su hermano la llegó a lo más profundo del alma, y decidió retirarse al monasterio de Hebdón, no lejos de Constantinopla. El día en que Pulquería abandonó el palacio imperial, miles y miles de pobres acudieron a des– pedir a su generosa bienhechora. Fue un auténtico día de duelo. Teodosio, libre de la mirada de su hermana, se entregó en manos de algunos cortesa– nos que no tardaron en dominarle. Una de las grandes aficiones del emperador era la caza del ciervo. :-- ¿Está ya todo preparado? - preguntó el jo– ven emperador. - Todo, majestad - contestó el jefe de los ca– zadores. Entre nubes de polvo, ladrar de podencos y tro– tar de caballos, se internó Teodosio en el bosque acompañado de un enorme séquito. Era un día caluroso de julio. Los gritos de los ojeadores resonaban en la soledad del bosque. Los caballos sudaban a más no poder. Los cuernos re- 21
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