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tardó en mandar su aquiescencia. Era tan grande la fama de la belleza de Isabel que el joven rey quedó inmediatamente prendado de ella, Se hicieron los preparativos para la boda real. Desde Zaragoza un brillante cortejo, compuesto por los caballeros más distinguidos de la Corte arago– nesa, acompañó a la joven princesa hasta las fron– teras de Castilla, en donde la esperaba otro no me– nos suntuoso que la llevó hasta la frontera de Por– tugal. Allí la esperaba rodeado de todo el esplen– dor de su corte el rey don Dionís. Reyes, príncipes, obispos, damas de calidad, ca– balleros, jueces y magistrados asistieron a la fas– tuosa ceremonia luciendo cada uno sus mejores galas. El rey se sentía orgulloso de la belleza y de la bondad de su esposa y trataba de agradada en todo. La vida en la Corte apenas cambió desde el día de la boda del rey. Don Dionís era un buen mari- · do, pero no era un santo. Supo desde el primer momento comprender la grandeza de alma de su esposa pero no fue capaz de corregirse de su ca– rácter fogoso y de sus frecuentes ·aventuras amo– rosas. Isabel desde que entró en el reino de Portugal intensificó más y más su amor a los pobres. Su marido lo sabía, pero como la quería tanto, no sólo no se oponía a aquellas obras de caridad, sino que la favorecía en ello. En cambio en el palacio de Braganza los cor- 130

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