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- No me extraña. Precisamente ayer me dijo una religiosa que la había sorprendido en el co– ro rezando ante la imagen del Crucifijo que está a la entrada. La duquesa, me ha dicho la religiosa, estaba como transfigurada, el rostro encendido y derramando copiosas lágrimas, en aquel momento la mano derecha del Crucifijo se desclavó y dio la bendición a la duquesa que permanecía inclinada profundamente. De los labios de la santa imagen brotaron estas claras palabras: «Hija mía, tu ora– ción ha sido escuchada». - La señora duquesa es una santa... - Sí, hija mía, lo es. *** Pasaron algunos años. Eduvigis estaba consu– mida prematuramente a causa de sus grandes ;peni– tencias. Por el monasterio no tardó en correr la triste noticia. La duquesa se moría sin remedio. Acudió el capellán del monasterio, la administró los últimos sacramentos, y Eduvigis expiró dulce– mente. Sus grandes amigos los pobres la acompañaron a la última morada. Cuando el Papa Clemente IV la elevó a la dig– nidad de los altares, se encontró en su sepulcro, so– bre un montón de polvo, la mano de Eduvigis com– pletamente incorrupta, y estrechando fuertemente una pequeña imagen de la Virgen ; la misma ima– gen con la que en vida había hecho tantos milagros. 118

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