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grandes austeridades. Su esposo estaba empeñado en una guerra dura y prolongada, y Eduvigis no cesaba de rezar y de sacrificarse por él y por sus soldados. Un día la campanilla del monasterio sonó vio– lentamente. Algo desacostumbrado debía suceder. La tornera recibió unas cartas para la duquesa y en aquellas cartas se la daba cuenta de la muerte de su esposo. Fue un golpe terrible para Eduvigis. Sin poder contener las lágrimas se fue inmediatemente a pos– trarse a los pies de Jesús Sacramentado y a ofre– cerle aquel inmenso dolor. Nunca pudo ella pensar que llegaría semejante noticia, y menos tan inespe– radamente. Las demás religiosas la rodearon sollo– zando. - ¡Ay, señora! ¡Qué desgracia tan grande la que Dios os ha mandado ! Los gritos y llantos de las religiosas atronaban el aire. Eduvigis, sacando fuerzas de flaqueza, con una serenidad que dejó sobrecogidas a todas las reli– giosas las dijo así: - ¿Por qué os turbáis de esa manera, señoras mías? Mi esposo ha muerto y esta desgracia es pa– ra mí y para todos irreparable, ¿pero no es acaso la voluntad de Dios? Rezemos por él para que Dios le tenga en la gloria. Fue siempre buen cristiano y trató de cumplir con sus deberes de tal, espero que el Señor ya le habrá dado el premio del cielo. En 116

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