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primaveral resonó la oración de aquellos labios ne– cesitados. Eduvigis se sentía feliz con sus pobres y su esposo que conocía perfectamente aquella san– ta debilidad de su esposa, no regateaba nada para ayudarla a cumplir en sus obras de caridad. No tardaron en desaparecer las monedas, los alimentos y la ropa entre las manos de aquellos ne– cesitados y al despedirse de su gran bienhechora de los labios de todos brotaban las mismas pala– b_ras: «Es una santa, es una santa la duquesa». r Sí, una santa - decía una mujer-, sin po– der contener las lágrimas. ·yo tuve hace algún tiem– po a este mi hijo enfermo, los médicos me dijeron que se me moría sin remedio, pero uno de los días que, como hoy, vine a recoger la limosna que nos da la señora duquesa ella le cogió en sus brazos, le tocó con una medalla de la Virgen y mi hijo sanó. - Yo también estoy muy agradecida a la seño– ra duquesa - añadió una mujer joven-, mientras señalaba a su interlocutora una enorme cicatriz en el brazo derecho. Tuve una herida maligna que no cesaba de manar pus. Un día la señora duquesa me preguntó si me dolía mucho, y al decirla que sí, ella me cogió el brazo, besó la herida purulenta y des– de aquel momento se curó completamente. La du– quesa es una santa. * * * Las obras del monasterio de Trebnitz seguían un ritmo acelerado. Eduvigis iba con frecuencia a 114

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