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SANTA ELENA, EMPERATRIZ (327) En la humilde choza de Colcestise se estreme– cieron hasta las hojas de los árboles. Sus humil– des moradores, un matrimonio y su única hija, temblaron de pies a cabeza al oir gritos de hom– bres, piafar de caballos y ladrar de lebreles. - ¿Quiénes serán los que a tan altas horas de la noche andan por estos bosques solitarios? - preguntó Elena. - No lo sé - hija mía'-, pero tu belleza y tu juventud me hacen temblar. La belleza fue siempre un peligro y más en estas soledades a las que sólo suelen llegar aventureros y soldados, todos ellos sin respeto y sin pudor. De buena gana te escon– dería, pero temo que si hago esto pueda ser peor para tu madre y para mí. Los gritos seguían en aumento, los ladridos de los perros más agudos y el trotar de los caballos cada vez más cercanos. En la soledad del bosque se oyó una voz varonil que dijo: - A quien encuentre una choza en donde poder 8
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