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esposa y las intrigas de la princesa Sofía habían ce– dido un tanto. Una y otra vez florecieron en el jar– dín del castillo la flores de muchas primaveras. Luis no cesaba de obsequiar a su esposa con valio– sos regalos. Siempre que se ausentaba de casa la traía alguna sorpresa. Una vez fue un hermoso Cru– cifijo de oro, otra un rosario, otra un Hbro de re– zos, otra una imagen de la Santísima Virgen. Es– tas manifestaciones de cariño irritaban más aún la envidia de la princesa Sofía que no perdonaba ocasión para humillar y despreciar a Isabel. Todo cuanto hacía la joven duquesa era comentado en el castillo con la más implacable de las burlas. El corazón de Sofía estaba lleno de veneno y espera– ba ansiosa la ocasión oportuna para derramarlo en descrédito de la piadosa duquesa. La ocasión suspirada se presentó cuando menos ella la esperaba. Había salido el duque de viaje por asuntos de gobierno. Isabel trató de consolarse de aquella ausencia ejercitando más aún su caridad. Los pobres la conocían perfectamente. Nunca había llegado uno al castillo sin ser socorrido generosa– mente. Los preferidos de Isabel eran los hermanos leprosos. Hija fervorosa del Seráfico Padre San Francisco, cuya regla de la Orden Tercera había profesado, trataba con predilección a los horribles gafos, y, dice la historia, que más de una vez, al pasar la mano de Isabel por las repugnantes heri– das, desaparedó la enfermedad. Entre la multitúd de enfermos llegó un día un 100
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