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Crucificado, fue para ella un remordimiento. Una oleada de vergüenza acudió a su rostro al ver aque– lla imagen de dolor, mientras la voz de la .concien– cia comenzó a decirla: «¿Tu Dios desnudo, y tú tan elegantemente vestida? ¿Tu Dios coronado de pun– zantes espinas, y tú coronada con diadema de oro? ¿Tu Dios clavado con tres clavos en un infame .ma– dero, y tú apoyada en un cómodo reclinatorio forra– do de púrpura y seda?» La lucha interior continuó algunos momentos más. Aquel vestido de seda aquella diadema de oro, aquel collar de perlas, aquel reclinatorio de púrpu– ra, se convirtieron en un instante en los más terri– bles objetos de martirio. Se colocó de rodillas fue– ra del reclinatorio, quitó bruscamente de la cabeza la diadema de oro y la dejó en el suelo. Sofía no pudo contener su indignación. Se acercó a Isabel y la dijo furiosamente: - Princesa, ¿pero qué hacéis? ¿No veis que to– dos se ríen de vuestras rarezas? Isabel no pudo contestar. Un río de lágrin1as ahogaban su pecho. Terminada la misa, la princesa y su acompaña– miento salieron por una puerta lateral para evitar las miradas de los curiosos. En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa. Los más pensaron en una indisposición. Sofía y su comparsa lo tomaron: por una rareza más. Sólo Isabel conocía la verdadera causa de su llanto. La imagen del Cristo desnudo y sangrante había impresionado profundamente su alma. Sin poder contener el llanto no dejaba de re- 98

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