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Isabel bajó la cabeza y corrió a su habitación a prepararse. Su juventud, su hermosura natural y su modestia resaltaron más aún con aquellos ves– tidos suntuosos. Sofía no pudo contener su orgullo y así dijo a su futura nuera: - ¡Ahora sí que parecéis la hija del rey de Hun– gría y la prometida del Landgrave de Turingia ! ¡ Así debierais de presentaros siempre en público y no de la manera descuidada que lo soléis hacer ! Isabel bajó los ojos al suelo avergonzada y si– guió al cortejo que la esperaba para acompañarla hasta la parroquia de Eisenach. En la ciudad había corrido la voz. La joven prin– cesa bajaría a oir la misa en la catedral. Era tanta la fama de su hermosura que todos se dieron cita para poderla ver de cerca. En la puerta la esperaba el obispo y el clero con ornamentos deslumbrantes y profusión de luminarias. En el altar mayor lucía una infinidad de cirios, como en las grandes solem– nidades. A los acordes del órgano entraron la prin– cesa Isabel y todo su acompañamiento. Al lado del evangelio la esperaba un reclinatorio forrado de púrpura y oro. Isabel se arrodilló en él devotamen– te y, detrás de ella, quedó Sofía corroída de envi– dia. El obispo, vestido de pontifical, comenzó la mi– sa. Los circunstantes no apartaban los ojos de la joven princesa que sostenía en su interior la mayor de las batallas. Erf el altar una imagen de Jes(ls 97 7. -· Sangre azul

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