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calles solitarias se veían pasar con trágica fre– cuencia los coches funerarios cargados de muer~ tos. Se suprimió toda clase de reunio.nes. Los trabajos del puerto quedaron paralizados. La ,gente acudía a las iglesias, burlando las leyes sanitarias, para rogar por los muertos y por los vivos. Génova era toda ella un inmenso hospital en •el que miles de seres humanos luchaban con la enfermedad y con la muerte. Cuando la noticia de la peste llegó al convento de San Nicolás, Fr. Francisco, profundamente afectado, se presentó inmediatamente al P. Su– perior para pedirle volver al convento de la Con– cepción y de esta manera poder asistir a los apes– tados. Se trató de disuadirle, pero todo fue en vano. -,Dejadme ir-repetía-, dejadme ir. No está bien que en Génova estén muriendo miles de heDmanos nuestros y yo esté gozando de esta so– ledad. Mi puesto está al lado de los apestados. Ante la imposibilidad de poderle retener por más tiempo, se le permitió volver a su querido convento de la Concepción: Lo primero que hizo al llegar fue ofrecerse para asistir a los coléricos. !El P. Superior, siguiendo indicaciones del médico que le encontraba muy achacoso y débil, no sólo no le dió permiso, sino 1 que }e pl'ohibió salir del convento hasta que la peste hubiera desaparecido. -Agradezco su ofrecimiento-1le dijo el Supe– rior-, p.ero ya están encargados los religiosos que han de asistir a los enfermos. Eh cuanto a usted, creo que les ayudará, mejor que con sus manos, con sus sufrimientos y con su oración. 55

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