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años. Tenía los pies 11:enos de llagas y a pesar de ello, jamás llevó calzado. A esto vinieron a su– marse unas úlceras varicosas 1que apenas le de– jaban andar. Enterada la marquesa de la enfermedad de Fr. Francisco, mandó preparar su coche y se dirigió al convento de la Concepción. Cuando apareció Fr. Francisco, arrastrando 1a pierna enferma y el rostro descompuesto por el dolor, la piadosa se– ñora le dijo: -Padre, lpor qué no os curáis? lNo le ha visto un médico? lQuiere que yo le mande al mío? -Por favor, señora marquesa... ~Ahora a curarse-interrumpió ella-, no píen_ se tanto en los demás y piense un poco en sí mismo... -A propósito, señora marquesa, hay una fa– milia necesitada... -iYa!-exclamó la señora-. Ya habló el hom– bre que en todos piensa, menos en sí mismo. Y envolviéndole en una mirada de maternal bon– dad, le entregó una cuantiosa limosna para los pobres. Esta piadosa señora sería un día la principal promotora y la más generosa donante para erigir la hermosa estatua de mármol que, aún hoy, se– ñala el lugar donde reposan los restas venera– dos de su gran amigo. UNA VI:DA QUE DECLINA Como las hojas de los árboles en otoño, así las fuerzas físicas de Fr. Francisco comenzaban a 44

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