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J UNTO a las columnas del Partenón, en la vieja Atenas, donde los filósofos pasearon sus silogis– mos y sus inquietudes científicas, nació Filomena, la amiga de la luz. Cómo fueron sus primeros años, qué caricias o qué llantos fueron los primeros que recibió o sufrió la ino– cente niña están completamente ocultos a nuestras pes– quisas. Lo cierto es que nació en la bella Grecia y que su padre era uno de tantos gobernadores que tenía en aquella nación el César de Roma. Con motivo de negocios vino el pequeño goberna– dor a la capital del imperio· y, como es lógico, trajo consigo a su mujer y a su hija. Tenía la niña poco más de once años cuando llegó con sus padres a la Ciudad Eterna. Si Atenas era bella y artística, si los mármoles y las estatuas llenaban las plazas y las calles, Roma era aún más fastuosa y ele– gante. Aquí no sólo había estatuas y mármoles, sino también todo el lujo que la imaginación más viva puede soñar. Filomena se sentía feliz en ta gran

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