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18 I!.STRRLLAS EN EL CIELO Agueda se oyeron gritos de gente desaforada, seguidos de golpes bruscos e impacientes. Agueda salió a abrir. Eran los emisarios del gober– nador, que venían en busca de ella. Uno, más atrevido y procaz, preguntó: -¿ Vive aquí una joven llamada Agueda? -Sí, yo soy.:_contestó la joven tranquilamente. -Tenemos orden del gobernador de llevaros a su presencia inmediatamente, pues sabe que sois cristiana. -Efectivamente, lo soy, y en ello hago consistfr mi mayor gloria. Pero antes de ac'ompañaros a la presen– cia de vuestro señor quiero pediros una gracia, que es– pero me concederéis. No se trata de algo imposible para vosotros ; yo soy la primera en no _ querer comprome– teros. Sólo os pido que me deis unos momentos para arreglarme convenientemente. Los emisarios se miraron unos a otros sin saber qué pensar de aquella joven tan hermosa y tan valiente. -Puedes hacer lo que quieras-respondió el jefe del grupo-; sólo te pido que no tardes demasiado. Agueda se retiró a una de sus habitaciones, se puso el mejor vestido y, ante la imagen de Jesús Crucifica– do, hizo la siguie_Iite oración : «Señor mío Jesucristo, mi Dios y mi Divino Esposo, bien conocidos tenéis mis pensamientos; patente os está de par en par mi corazón. Vos sólo sois su único Dueño y Vos lo seréis eternamente, pues no sufriré jamás que
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