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llH BSTRBLLAS EN EL CIBLO de su padre, don Pedro III el Grande, rey de Aragón. En todas partes, entre el bullicio de la corte y la fri– volidad de los cortesanos, ella no abandonó su carác– ter recogido y su dulzura proverbial para con los po– bres y necesitados. En una de estas jiras, su inteligen– cia infantil tuvo una de las impresiones que más St> grabaron en ella. Fué en Poblet y en el entierro de su abuelo don Jai– me, a quien ella recordaba vivamente desde los año~ d.e su infanda. Ante el féretro que contenía los n;stos mortales de. tan yalien.te conquistador, Isabel vió a muchos hombres de aspecto duro, y fuerte, forrados de hierro hasta los ojos, en actitud seria y preocupada. Esto l.a hizo pensar mucho. y también la hizo meditar aquella extraña magnificencia de luces y vestidos des– lu.mbrantes en príncipe~ y obispos. Durante toda su vid.a Ja escena de Pob.let no la abandonó y siempre estuvo .ante sus ojos la imagen de su abuelo, pálida, con las. barbas lacias y los ojos cerrados, como si es– tuviera sumido en un profundo sueño. Mientras tanto, p9r todas las cortes de Europa c0- rría la fama de la belleza y de las raras virtudes de la hija del rey de Aragón y de. todas ellas venían lega– dos y embajadas a interesarse por ella. Cierto día su padre la llamó a su despacho. -¿ Me habéis llamado, padre mío ?~preguntó Isa– bel un tanto preocupada.
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