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188 ESTRELLAS EN EL CIELO nifes, ni los·mosquitos tocaron sus delicadas arpas, ni las rosas, ni las palmeras, ni las hojas de los plátanos se m,;)Vieron, ni menos aún el amigo quetzal. Su gran amiga Rosa estaba expirando. -La bendición, la bendición-se la oía gritar en medio de su delirio. -El peligro no es inminente, hija mía-le decía su padre, sin poder contener las lágrimas-; mañana te la daré... -Mañana-respondió Rosa sonriendo--ya estan~ muy lejos de aquí. Estoy viendo la mP.s::t del eterM banquete; allí hay un puesto para mí y esta misma noche debo ir a ocuparle. Tengo que ser puntual, de lo contrario me expongo a que me cierren la puerta como a las vírgenes necias... Fueron sus últimas palabras. Ante el cadáver de la herniosa joven corrieron las lágrimas de sus padres y de toda la ciudad. Todos los que la veían no cesaban de repetir: «Esta virgen no está muerta, sino dormida.» En el mismo momento en que Rosa expiró, en la choza del jardín, teatro de tantas maravillas, apareció una luz deslumbrante; las rosas cerraron entristeci– das sus corolas; los cínifes se agruparon silenciosos en los enveses de las hojas de los plátanos, y hasta el hermoso quetzal permaneció en la rama de una pal– mera con la cabeza inclinada y en actitud pensativa.

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