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o-r las calles de Catania caminaba la magnífica carroza arrastrada por dos briosos corceles. Todos los transeún– tes se quedaban mirándola, pues en– tré sus sedas y brocados iba Agueda, una de las jóvenes más bellas y dis– tinguidas de la ciudad. Era Agueda de bondad inalterable, y con su bon– dad corría pareja su hermosura. Tenía los cabellos ne– gros como el azabache; los ojos del mismo color; el rostro de un ovalado perfecto; los dientes blanquísinios y todG el cuerpo fino y espigado, como el tallo de un nardo. No es extraño, pues, que los jóvenes más distin– guidos de la ciudad pusiesen en ella sus ojos. Sentábase, a la sazón en el trono de los Césares, Decio, uno de los hombres más perniciosos y sangui– narios del Imperio, el cual, llevado de un orgullo raya– no en la locura, había determinado borrar el nombre ·de los cristianos de la faz de la tierra.
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