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102 ESTRELLAS EN. EL CIELO bía oído hablar de ella como de muy inteligente y her– mosa. -Ya sé que eres muy versada en filosoffa-co– menzó diciendo el Emperador-, y en una joven de tu belleza esta cualidad es u.n nuevo motivo para estar siempre reconocida a los dioses. Y ahora. dime, ¿ qué deseas de mí ? Estoy decidido a concederte lo que me pidas. -Señor, si he hallado gracia a tus ojos... -Te he dicho que nada te negaré. -Gracias, señor. La gracia que pido es ésta : He oído la promulgación del decreto que acabáis de lan– zar a todo el imperio y he de advertiros que con él habéis violentado la conciencia de muchos súbditos vuestros y, entre ellos, la· mía. Soy cristiana, y, en nombre propio y en el de todos mis hermanos en re– ligión os digo que no podemos cumplir_ el decreto que habéis promulgado, pues nuestra religión nos prohi– be adorar a otro dios que no sea el nuestro por ser El el único verdadero. -¿ Y quién te ha dicho a ti que nuestros dioses son falsos ?-gritó Maximiano puesto en pie, el rostro pálido y los ojos desencajados. -No pueden ser dioses verdaderos los que están hechos por las manos de los hombres. El que nosotros adoramos existe desde toda la eternidad, y El es el que ha hecho el cielo, la tierra y todo cuanto en ella existe. -Basta, basta'-volvió a gritar Maximiano-. Pe– ro, ¿ cómo te atreves tú a hablar de esa manera en mi presencia?
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