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-¿No querrá el Señor remediar mi do– lor?-dijo un día Hortulana a su marido. -¡Quién sabe, mujer! ¿No fué El el que oyó los ruegos de Ana, la madre de Samuel y de Isabel, !a madre del Bautista? Un día de otoño, ya oscurecido, las vie– jas estancias del castillo se iluminaron co~ el tenue resplandor de las lámparas de acei– te. Hortulana se dirigió sola a la capilla, dnnde se veneraba una imag,m de ·Jesús Cru– cificado. La sangre que brotaba de cien he– ridas daba a la imagen un aspecto de má– ximo dolor. Hortulana, postrada de rodillas, comenzó a rezar más con el corazón que c011 lo,\ labios. Nunca le había parecido la ima– gen de Cristo tan acongojada · como en esta ocasión. j Que no hay cristal mejor para ver el dolor de los demás que el de las propias lágrimas! ... -Señor-dijo Hortulana-, ya a~ b é is cuánto deséo tener un hijo... La esterilidad me entristece. Si concedéis fruto a -mis en– trañas lo consagraré a vuestro servíc_io, .. Un silencio prolongado, sólo int,rrumpi– do por el continuo suspirar de la virtuosa 17
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