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50 SILVERJO DE ZORITA taburetes, estaban el jefe de la sinagoga y la junta de doc– tores y escribas, y a su derecha, elevado sobre un pequeño estrado, se colocaba el que había de leer o explicar la Ley. Llegada la hora, el arquisinagogo dió la señal y uno de los lectores subió al estrado, leyó un punto de la Ley e hizo una pequeña explicación. Simón Pedro estaba ner– vioso; más de una vez él había pedido la palabra ipara poner alguna objeción o solicitar alguna aclaración del texto sagrado, pero aquel día no se atrevió a hacerlo, Un nudo le opri111ía la garganta; el Maestro había prometido hablar, y él y toda la asamblea esperaban el momento ansiado. Por fin JeslÍs se levantó, subió al estrado, pidió al Hazzán o sacristán el volumen, lo desenrolló, leyó un pasaje y comenzó la explicación. Todos quedaron maravi– llados al oírla. El Carpintero de Nazaret no hablaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad sobre todos ellos. Cuando Jesús estaba más embebido en la explicación y sus oyentes más atentos a ella, un hecho desagradable vino a turbar aquel orden respetuoso. Un hombre comen– zó a dar voces en la sala, diciendo : ~¿ Qué tienes tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a perdernos? Ya sé quién eres: el Santo de Dios. El escándalo que siguió a estas palabras del poseso fué enorme. Pedro, que estaba pendiente de todo lo que su– cedía a su Maestro, y aun de lo que le pudiera suceder, se arrojó sobre el alborotador, temiendo alguna violencia. ~Es un endemoniado--gritaron algunas mujeres. En medio de aquel revuelo, el único que conservó la serenidad fué Jesús, que siguió impasible explicando el
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