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XXII ~A la hora de nona. En el templo de Jerusalén sona• (__ ron las trompetas de plata Il'a'mando a la oración. Pedro y Juan subieron juntos aquella tarde, sin que nadie se fijase en ellos. El alboroto del día de Pentecostés se había ya olvidado. En una ciudad o aldea oriental cualquier exaltado que da cuatro palmadas se ve inmediatamente ro– deadov de una multitud de curiosos que le escuchan o le aplauden con _locura. Lo de los discípulos de Jesús había sido, en la mente del vulgo, una de tantas propagandas. Pedro y Juan llegaron al templo envueltos en sus am– plios mantos, y al entrar por la pue1·ta llamada «Hermo• Sal) vieron que la mano de un tullido de naciiniento se ex– tendía hacia ell'os en demanda de limosna. El enfermo acompañaba su gesto con una frase sentí• mental y llorona para más mover a compasión a los que entl·aban. Sabía perfectamente su oficio, pues :frase y ges~ to lo repetía infinidad de veces todos los días. Era. su úni– co medio de vida y lo prncnraha hacer con la mayor per.• fección. -Una limosna, hcrmanos-d.ecía a cada uno de los que enti·aban en el templo, con ese tono de tristeza que sah1m poner los mendigos en la voz y en los ojos. Peého y Juan, al ver aquella mano extendida y ofr aque•
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