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160 SILVERIO DE ZORITA ma, esto es, campo de sangre. Así que está escrito en el libro de los Salmos : «Quede su morada desierta, ni haya quien habite en ella, y ocupe otro su lugar en el ministe– rio.)> Es necesario, pues, que de estos sujetos que han es– tado en nuestra compañía todo el tiempo que Jesús, Señor nuestro, conversó entre nosotros, empezando desde el bau– tismo de Juan hasta el día en que, 'clpartándose de nosotros, se subió al cielo, se elija uno que sea, como nosotros, tes– tigo de su resurrección. Las miradas de todos se dirigieron a dos discípulos que reunían a maravilla las condiciones exi}_:mestas por Pedro : se llamaban, el uno, José Bársabas, conocido también por el sobrenombre de «el Justo», y el otro, Matías. ~Me parece muy acertada la presentación de estos dos discípulos; pero todos sabéis que el puesto que hay que cubrir es, uno, el de Judas. Clamemos, pues, a Dios para que Él nos manifieste su voluntad diciéndonos a cuál de estos dos ha elegido Él. Todos cayeron de rodillas al oír las palabras de Pedro; sólo él quedó de tpÍe, con los ojos elevados al. cielo, los bra– zos extendidos y en ademan suplicante, comenzó esta ora– ción, que todos fueron repitiendo : ~Oh Señor, Tú que ves los corazones de todos, mués– tranos a cuaJ. de estos dos has destinado para ocupar el puesto de este ministerio y apostolado, del cual cayó Ju– das por su prevaricación para irse a su lugar... Reino un silencio. profundo, sólo interrumpido por el bisbiseo que brotaba de los labios de los aUí reunidos... Pedro pidió unos dados, e invocando el nombre del Señor, los arrojó al suelo~ Se oyó el golpe seco del marfil en las losas del pavi– mento... Luego un pequeño rodar y después el silencio mas

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