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un obrero. De vuelta del cementerio, los asistentes se divi– dieron en dos grupos: uno que se dirigió a quemar los talleres del periódico La Nación, y otro que se encaminó a la iglesia de Jesús con idénticos fines. Después de disolver las colas de personas que esperaban para adorar la ima– gen, quisieron penetrar en el templo para llevar a cabo sus intentos incendiarios . No lo consiguieron, gracias a la ac– titud valiente de sólo siete jóvenes que se colocaron en las puertas del templo, pistola en mano y en actitud de dispa– rar. De rechazo, y obedeciendo sin duda a una consigna, aquella misma tarde prendieron fuego a la iglesia de San Luis, en la calle de la Montera, y a la de San Ignacio, en la calle del Príncipe. En vista del cariz que tomaban las cosas y conscientes los religiosos del peligro que podía correr la imagen de Jesús, procuraron tomar todas las medidas pertinentes para ocultarla en un momento de apuro . Así se realizó efectivamente en la tarde del 18 de julio, cuando ya se hizo público el levantamiento nacional. La imagen, colo– cada en una caja de roble a propósito y asimismo envuelta en unas sábanas, con objeto de preservarla así mejor de la humedad, se ocultó con el mayor sigilio en sitio reservado y a propósito de la iglesia. Allí quedó, una vez que los religiosos se vieron obliga– dos a abandonar su convento, y allí siguió por espacio de siete meses, hasta mediados de febrero de 1937, en que fue encontrada casual pero a la vez providencialmente, pues de otro modo se hubiese echado a perder por completo. Fue precisamente el cocinero del batallón de Margarita Nelken, instalado en el convento, el que fue a topar con la caja donde se había encerrado la imagen. Creyendo se trataba de algún cadáver allí enterrado, sobrecogido de miedo, fue a dar parte de ello a los jefes del batallón, 85

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