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personas. Fueron arrojados violentamente de sus casas y obligados a entregar cuanto tenían y cuanto habían reuni– do por espacio de varios siglos: ricas bibliotecas, valiosos documentos, cuadros de inapreciable valor. Y luego ellos, vestidos de clérigo secular, tener que buscar alojamiento en casas extrañas. Esa fue la triste suerte que cupo a cuantos religiosos españoles vivían en territorio sujeto a José Bonaparte, y ésa corrieron también los Trinitarios Descalzos de la plaza de Jesús. También ellos se vie~on forzados a salir de su casa, según el comunicado del 16 de marzo de 1809, en el que al mismo tiempo que se les intimaba dejar convento e iglesia con todo cuanto había pertenecido a la comunidad hasta esa fecha. En vano el P . Ministro reclamaba el 7 de abril que al menos se les permitiese llevar la imagen de Jesús Nazareno a otro convento de su Orden o siquiera a la casa y piso señalado para morada de los religiosos enfermos y ancia– nos, pues también éstos debían salir del convento. A todo eso contestaba el 14 de abril Juan Llorente, diciendo que, puesto que la imagen de Jesús Nazareno era tan venerada y popular y de tanta devoción entre el pueblo madrileño, no debía en manera alguna ser retirada de su altar, sino seguir allí como hasta entonces. Y allí, en su capilla, estu– vo efectivamente todo el tiempo que duró la guerra de la Independencia y aun después, hasta que los conventos fueron devueltos a los respectivos dueños, no antes de 1813. Si desgraciados fueron aquellos años para las Ordenes Religiosas, más lamentable y fatal aun fue ciertamente la exclaustración de 1835. En los últimos meses del citado año o en los primeros del siguiente, nuevamente los reli– giosos, ahora no tan sólo los de Madrid, sino igualmente los del resto de España, se vieron obligados a dejar sus 66
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