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ni eran respetados por los gobernadores ni tampoco asisti– dos en sus necesidades propias, llegando a veces a sufrir verdadera penuria. De tal manera que en el citado año 1645, el entonces Obispo de Cádiz, Fr. Francisco Guerra, por cierto franciscano, podía exponer al rey que los reli– giosos de allí se hallaban todos "desconsolados por la descomodidad del sustento y menos buen pasaje que les hacen los gobernadores", y añadía que los Superiores de uno y otro sitio se habían visto obligados a venirse a España por los malos tratos de los respectivos gobernado– res, y que los restantes religiosos se habían quedado "con grande desconsuelo por las muchas calamidades que pa– decen". Aún más: le exponía también que le habían pedido fuesen otros a sustituirlos, pero que no se encontraban. En vista de ello, el Obispo de Cádiz, preocupado y al propio tiempo celoso del cumplimiento de su cargo pasto– ral, volvió sus ojos a los Capuchinos de la provincia de Andalucía. Y, sin duda alguna, después de haber obtenido su aprobación, escribía al rey que, por lo que atañía a Mámora, quien podía atender "debidamente al consuelo espiritual de los moradores de aquella plaza, con doctrina suficiente, ejemplo y tolerancia" serían los Padres Capu– chinos, los que "son tan caritativos y tan celosos del servi– cio de V. M., que lo ejecutarán con toda puntualidad y obediencia, y aquella plaza con esto gozará del consuelo espiritual que le prestarán ministros tan idóneos y aceptos a Dios nuestro Señor". El Consejo de Guerra aprobó prontamente aquella de– terminación, y así los Capuchinos partían para Mámora a mediados de septiembre de 1645. Desde esa fecha asistie– ron con tal celo a los moradores de la plaza, que el Obispo de Cádiz, en repetidas cartas, escritas unas a Felipe IV y otras al Consejo de Guerra, se hace lenguas en su alaban– za, diciendo al rey, entre otras cosas, que desde que llega- 20
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