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de proveerla de sacerdotes con cargo de capellanes, sien– do encomendado ese cuidado espiritual, quizá ya desde el momento de su conquista, a los Franciscanos de la provincia de Andalucía. Allí siguieron hasta septiembre de 1645, en que los Capuchinos, también de la provincia de Andalucía, echaron sobre sus hombres aquella pesada carga. Mas no fue solamente ese hecho ni cuantos luego con– signaremos los que entrelazan la historia de Mámora con la de los Capuchinos en tierras africanas. Tan conocido y tan oficial como el nombre de Mámora fue, desde 1643, el de San Miguel de Ultramar para designar aquella fortale– za. Pues bien: ese segundo nombre le fue impuesto gracias a las gestiones e influencia de un capuchino, el V. P. Se– vero de Lucena, de santa memoria y ejemplarísima yida. En su deseo de que dicha plaza fuese siempre de las ármas españolas, quiso el mencionado religioso se cambiase el nombre primitivo por el de San Miguel, a fin de que se tuviese al glorioso Arcángel por patrono y protector de aquella fortaleza. Para conseguirlo escribió (Granada, 9 de septiembre de 1614) a su hermano D. Sebastián de Tobar, secretario del rey, indicándole la conveniencia de tal permuta y exponiéndole las razones que tenía para ello, con objeto de que él, a su vez, lo propuesiera al rey y al Consejo de Guerra. Se trató efectivamente de eso el 2 de octubre, aunque no se tomó sobre ello una determina– ción concreta. Luego se fue demorando hasta 1643, en que de nuevo D. Sebastián de Tobar presentó al rey otro memorial, en el que, al propio tiempo que exaltaba la vida y virtudes de su hermano y repetía sus deseos de que se designase la plaza de Mámora con el nombre de San Miguel de Ultramar, pedía que el Príncipe de las milicias celestiales fuese escogido como protector univer~al de los ejércitos y reinos de España. Así lo determinó el rey el 15 17

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