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250 y 300; y lo peor de todo es que no estaba formada por soldados valerosos, prontos a defender su puesto aun a costa de la vida; muy al contrario, a Mámora era destina– da en su mayoría gente castigada, desterrada allí por sus latrocinios y otros delitos que hubieran pagado de otro modo en alguna cárcel de la Península. Además, el abastecimiento de aquella plaza no se hacía con regularidad, lo que producía en sus habitantes y de– fensores no poco descontento. Debido a un sinnúmero de causas, y no obstante las órdenes terminantes de las auto– ridades superiores para su completa provisión, lo cierto es que, a juzgar por los partes de guerra, los comestibles no llegaban a su destino o llegaban en mínima cantidad; lo propio sucedía con las municiones y bastimentos; de tal manera que muchos soldados andaban rotos y medio des– nudos, hasta el punto de que los capellanes se veían preci– sados a dispensarlos de oír misa los domingos y días festi– vos, por parecerles indecoroso admitirlos así en la iglesia. Parejas con esa miseria física corría también la moral. No se podía esperar mucho de gente que llegaba a la plaza obligada y en plan de sufrir un castigo. A eso se añadía que no eran precisamente los jefes los que mejor ejemplo daban. Por eso fueron frecuentes los roces y encuentros entre las autoridades militares y eclesiásticas, al reprender éstas los desmanes e inmoralidades de aquéllas. Otro grande inconveniente fue que en el mando de la plaza se fuesen sucediendo los gobernadores con sobrada frecuencia. No era para la mayor parte de ellos sitio ape– tecible, padeciéndose en él harta penuria y reinando en general verdadera miseria. Por eso sus ausencias, justifica– das o sin motivo, fueron demasiado repetidas . La parte espiritual corrió a cargo del Obispo de Cádiz, a cuya jurisdicción perteneció Mámora. El se encargaba 16

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