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¿QUIEN ES ELLA? 59 Yo recuerdo la casi decepción que esta fórmula de rezo me produjo la primera vez que la leí en una his– toria de Fátima. ¡Parecía tan vulgar, tan de cualquiera! ¡Era demasiado simple! ¿Valía la pena que hubiese ba– jado un ángel, con tanto preparativo, con tanto apara– to, para enseñar una oración así? ¡Aunque se tratara de adoctrinar a tres niños analfabetos! No tardé en sobreponerme a tal impresión primera. Reflexionando en cristiano, era fácil llegar pronto a comprender que lo decisivo en nuestro comunicarnos· con Dios no puede ser cosa de palabras, puesto que a donde El mira es al corazón. Las palabras bonitas, ésas que halla interesantes la movilidad o ligereza de nuestro espíritu, ¿pueden acaso deslumbrarle a Dios? Sin lo de dentro, nuestro mejor hablar se queda para El en canto de ranas y de grillos. Con mucho en el co– razón, hasta los más torpes balbuceos resultan plega– rias maravillosas. Sí; lo verdaderamente decisivo en el orar es que la criatura «se dé)>. Que se dé en amor, en gratitud, en súplica, en pesar por sus miserias e infidelidades ... Las palabras importan muchísimo menos. Esto, que yo había comprendido hace tiempo, lo «viví» aquella tarde de junio en el Cabec;:o de Aljustrel. ¡Qué intensidad de oración en aquel simple «Dios mío, creo, espero, adoro y amo... », que repetían una y otra vez los peregrinos arrodillados! El buen orar nunca podrá salirse de este darse en espíritu y en verdad que es todo ejercicio serio de las tres virtudes teologales. CREER, ESPERAR, AMAR: el

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