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y medio desnudos, hasta el punto de que los capellanes se veían precisados a dispensarlos de oír misa los domingos y días festivos, por parecerles indecoroso admitirlos así en la iglesia. Parejas con esa miseria física corría también la moral. No se podía esperar mucho de gente que llegaba a la plaza obligada y en plan de sufrir un castigo. A eso se añadía que no eran precisamente los jefes los que mejor ejemplo daban. Por eso fueron frecuentes los roces y encuentros entre las autoridades militares y eclesiásticas, al reprender éstas los desmanes e inmoralidades de aquéllas. Otro grande inconveniente fue que en el man– do de la plaza se fueron sucediendo los gober– nadores con sobrada frecuencia. No era para la mayor parte de ellos sitio apetecible, pade– ciéndose en él harta penuria y reinando en ge– neral verdadera miseria. Por eso sus ausencias, justificadas o sin motivo, fueron demasiado repetidas. La parte espiritual corrió a cargo del Obispo de Cádiz, a cuya jurisdicción perteneció Má– mora. El se encargaba de proveerla de sacerdo– tes con cargo de capellanes, siendo encomen– dado ese cuidado espiritual, quizá ya desde el momento de su conquista, a los Franciscanos de la provincia de Andalucía. Allí siguieron hasta septiembre de 1645, en que los Capuchi- - 14 -
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