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Buey o el mayor de los arroyos .que lo forman y que apenas ha dado señal de su paso a pesar de los siglos transcurridos. A su lado hicieron los indios, mediante horcones y palmas, un rancho que dos hombres construyen .en menos de dos horas y que defiende seguramente de los mayores aguaceros. Allí pasamos la noche, arrullados por el ruido de. corrientes y cascadas, pues allí cerca se divisa una gigantesca que no tiene menos de 200 metros. Despachamos tempraño misas y desayunos y nos prepa– ramos a subir La Escalera. Subimos un cerro casi perpendicu– lar, que no tenía menos de 400 metros. Agarrándonos a peque– ños arbustos y apoyados en los árboles a la vera de La Pica, procurábamos más bien gatear que subir por aquella pendiente. Pasada casi una hora en esta ardua labor, llegamos a la famosa Escalera. La muralla antes descrita aquí se estrecha de manera que sólo tiene unos doce metros de peña cortada a pico. Aquí habían puesto los indios dos árboles auténticos de los que allí crecen, amarrados con otros palos delgados con bejucos a manera de tramos, en forma de escalera levemente inclinada sobre la roca. Subieron por allí los indios con sus cargas, como si pasaran por una bella carretera. Monseñor subió apoyado en dos indios 1 uno que iba delante de él y otro detrás. Nuestras cargas nos las subieron los indios y nosotros, con- miedo al espantoso precipicio que materialmente estabá debajo de la escalera, subimos sus. peldaños esperando no volverlos a pisar más nunca; vana ilusión, pues lanto Monseñor como nosotrm: subimos y bajamos por ella, con menos miedo cada vez que lo hacíamos. Después de esta escalera de palos tuvimos que subir otra, pues por tal ha de ser tenido el cerro de peña viva que hay que subir, casi perpendicularmente, apoyando manos y pies en las pequeñas hendiduras o pequeños espacios que forman las coajunciones de la roca. Cansados de subir -tanto cerro y wi peligrosos todos, llegamos, no muy tarde, a los ranchos que hay al pie del cerro grande. Allí, se agrandaron los ranchos, se instalaron otros nuevos, saciamos nuestra sed en el agua fría y cristalina que generosa nos ofrecía la quebrada vecina y, des– pués de comer, y de preparar como siempre el altar para el siguiente día, nos acostamos. Nuestro cuerpo pedía descanso, ¡y con sobrada razón! 50

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