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86 CORRESPONDENCIA DE LA M•. ANGELES CON. EL P. MARIANO tad de Dios y la de mi Padre; solamente que yo no he sabido entenderle por mi soberbia, sí, por mi soberbia". Empecé, pues, a escribirle como había pensado. Cuando llegué al punto culminante y empecé a escribir a lo natural, o según mis entendimientos, en la página 8, que empieza con estas palabras: "No tenga miramientos, me siento con fuerza (11), etc.", l?entí un frío glacial, una especie de muerte en lo que tiene de divino mi alma, y una distracción, disipación y exterioriza– ción o salida de mi centro. Tocaron al calvario cuando llegaba a la cruz (12) y me fuí al coro. Inmediatamente que dejé la pluma se apoderó de mí una fuerza divina y me transportó a mi Padre. 6.-En su realidad portentosa divina se impuso a mi alma la claridad divina que V. R. participa hacia mi alma; mejor dicho: se impuso mi Pa– dre como la encarnación del amor infinito divino que mi Dios me profesa, me reclamó amorosa, divinamente con estas palabras de su carta que reper· cutieron en mi alma por modo sobrenatural: "Ven a mi pecho y aquí te daré el calor y la vida que tú necesitas, el calor de aquel fuego sagrado que debe ser tu mantenimiento y tu vida." Imposible describir, Padre mío, im– posible de toda imposibilidad lo que por mí ha pasado durante el calvario, y después en el refectorio, y siento todavía. Mi alma recobró la vida, me vi envuelta en el fuego divino del Espíritu Santo, en el alma de mi Padre, de mi Madre, de mi Dios, de mi Vida, de mi todo. Ante aquella visión sobe– rana del Amor divino encarnado, de mi Padre identificado con Dios, ora en la tercera Persona, ora en Jesucristo, y después en las dos Personas Divinas por modo inefable para regenerarme, producir la santidad y demás perfec– ciones divinas en mi alma; ante la experiencia dichosa, divinísima, en las operaciones de Dios, que por modo admirable transmitía mi Padre a mi alma, yo no sabía lo que me pasaba, creía que mi Padre era Dios; mejor dicho: lo hubiese creído a no sentir en él la presencia del Autor o Principio de fuerza de dichas operaciones. Mi alma ardía, y ardiendo repetía: "Es Dios, es Dios. ¡ Qué divino! j Padre mío! j Madre mía!" Estas breves exclamacio– nes comprendían mi vocación, mis ardientes ansias de deificación, y eran una súplica informada y avalorada con los gemidos inefables del Espíritu Santo, que trabajaba mi alma. A los resplandores de la caridad, de la expe– riencia de una dirección divina y divinizadora, vi en mi alma lo que no veía antes y me arrepentí de las imperfecciones que hallé, hasta la frialdad (11) Véase más arriba, pág. 83. (12) Véase la señal indicada en la pág. 84.
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