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432 LÁZARO DE ASPURZ cias de ultramar o a los colegios de misiones, cada provincia capu– china debía correr con el territorio a ella confiado. Los capuchinos se mantuvieron en todo tiempo fieles a su compromiso de no estable– cer noviciados ni fundaciones permanentes en Indias, sino sólo misiones de avanzada, sistema que, si por un lado les liberaba del lastre del elemento criollo y les obligaba a mantenerse en un plan pu– ramente misionero, los colocaba por otro en una dependencia continua de la provincia respectiva, y cuando en ésta fallaban las vocaciones no podía menos de pesar sobre la misión la falta de personal. La misma organización canónica de las misiones era una excep– ción en los dominios del patronato regio. Cada misión estaba regida por un prefecto apostólico, que en un principio fue nombrado por la Congregación de Propaganda Fide y más tarde elegido por los mismos misioneros. Desde 1662 todas las misiones capuchinas se hallaban, al menos teóricamente, bajo la autoridad de un comisario general de Indias nombrado por el rey, a imitación del de los franciscanos. Este cargo fue anejo al provincial de Andalucía; pero a mediados del siglo XVIII las diversas provincias fueron desconociendo sus atribu– ciones y cada uno de los provinciales se adjudicó dicho cargo, con lo que el superior de la misión era el mismo que el de la provincia. Una real orden de 1777 daba forma legal a esta situación. En 1692 habíase añadido el cargo de procurador general de las misiones, que estaba en contacto con el Consejo de Indias y representaba los intereses de las misiones ante la corte. En 1781 Carlos III trasladaba a Madrid la sede del procurador general, que hasta entonces había residido en Cádiz 13 • En la época que nos ocupa eran cinco las misiones o prefecturas alineadas en el actual territorio venezolano y parte del colombiano: la de Cumaná, fundada en 1650 por fray Francisco de Pamplona y confiada a la provincia de Aragón; la de los Llanos de Caracas, a cargo de los capuchinos andaluces desde 1676; la de Trinidad y Guayana, asignada en 1678 a los catalanes; la de Santa Marta, que desde 1694 corría por cuenta de los valencianos; y la de Maracaibo, conseguida en 1749 por los navarros. La provincia de Castilla, que había realizado en el siglo XVII varios intentos infructuosos, pudo por fin tener una misión propia en la Luisiana, en sustitución de los capuchinos franceses al pasar esta región bajo el dominio espa– ñol (1768). A mediados del siglo XVII, cuando fray Francisco de Pamplona abrió las puertas del apostolado en Africa y América a los capuchinos 13 Cf. FROILÁN DE RroNEGRO, O.F.M.Cap., Cartas y documentos de las Misiones de los PP. Capuchinos en Venezuela, 1781-1788, Vigo 1931, 29-34.
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