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1üera, porqüe no sabia si contendría veneno. Cuando la hallé de buen gusto, cogí unas cuantas y llené el campa– mento de alborozo. Nos tocaron siete a cada uno. Tódos me felicitaron por el hallazgo, y dimós gracias a Dios por tan precioso regalo. 8,-¿EN UN HOTEL DE NUEVA YORK? Amaneció el día quinto. El alba contempló nuestros cuerpos derrengados y exhaustos qu.e luchaban por ga– nar la batalla a la muerte. Con la mañana llegó la sed, el hambre, el hedor del cadáver y los ruidos .de avión. Mr. Arrnstrong Ferry despertó de su mutismo llamando al waiter pidiendo orange juice, whisky and soda... -Mr. Ferry -dije-, lo siento mucho, pero estamos en el lugar más inhóspito del mundo y ni siquiera agua puedo servirle. -¿Cómo? ¿En un hotel de New York no hay jugo de naranjas? ¿Es que no quiere servirlo? Me quejaba. -No, Mr. Perry, por favor, no se queje usted, que pronto se lo voy a servir -me apresuré a contestarle, dándolne cuenta de su estado. El rudo golpe de la caída, a su edad -setenta y dos años-, habíale afectado profundamente todo el orga– nismo, y por grados venía recobrando el movimiento, las facultades sensitivas... Tratar ahora de despertarle las facultades mentales podría ser contraproducente,•. pues al darse cuenta de la catástrofe, de la miseria que nos rodeaba y de la exigua esperanza de salvación, quizá es– to abatiría su ánimo y le incapacitaría para resistir. Acaso la ilusión de encontrarse en un hotel neoyorquino, que mantuvo hasta el fin, fue la que le salvó. 261

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