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consagrarlo al Sefior oyend<J con devoción la santa Misa y no trabajando durante todo él sin verdadera causa o necesidad. Repetidas veces entonamos el cántico que yo les habia enseñado: Domingo daktái senekamá neké Dios naim.u-pe. El día domingo no trabajarás ha dicho el Señor. Después del desayuno volvieron a congregarse a mi alrededor. ·Explicándoles estaba ésa y otras verdades, cuando hacia. las diez vemos ,llegar una india a toda carrera procedente de la selva. Pálida venía y desenca– jada, muda de horror. -¿Qué pasa? -la preguntamos. -Una cascabel -'-dijo- mordió a mi compañera, co- giendo leña conmigo en el monte. Está hinchada; no puede \ caminar. Ordené a unos indios que fu eran ínmediatamente por ella y la trájeran en una h'amaca:.' Cuando los del caserío la vieron hinclÍáda hasta medio cuerpo, arrojando san– gre por la boca y poros, se acordaron del estribillo y empezaron a gritar: Domingo dalctái senelcamá neké, Dios ma.imú-pe; Domingo daktái senekamá neneké, Dios maimú-'Pe (el domingo no trabajarás, ha dicho el Señor; el domingo no trabajarás, ha dicho el Señor); a lo que seguían murmullos y comentarios en su lciioma acompa– ñs,dos de gesticulaciones de asombro. Yo no me atreví a ratificarles el sentido que daban ai hecho, pues tal. vez las indias lo hicieron con ignoran– cia y sin asomo de malicia; mas tampoco les contradije, para que la lección surtiera su efecto. En vista del estado grave, casi comatoso, que presen- 183
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