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do siete horas y, aunque el sol estaba, todavía a poco más de mediada su carrera, hice alto en la marcha para adoctrinar a aquellos indígenas. Pronto se congregaron todos a mi alrededor, pues nos son muy afectos, porque, estando como están cerca re– lativamente de la Misión, van con frecuencia a visitar– nos y nosotros nos llegamos a verlos. Luego del ritual saludo empezó, por parte de los indios, la serie de admiraciones y ponderaciones acerca de todo lo que yo llevaba Y, por ende, a desearlo y pedirlo. Los po– brecitos, como nada tienen, todo les hace falta, y si el misionero es de corazón blando, pronto le dejan con sola la ropa puesta, como me ha sucedido en hartas ocasiones. Por eso, aunque con dolor, no hay más remedio que apa– rentar muchas veces cierta insensibilidad ante su pedi– güeñería y lamentos. Nos sentamos sobre el duro suelo a disfrutar la placi– dez de la tarde en el pórtico del rancho, que el de estos indios no tiene escalinatas, ni columnas, ni tejadillo, ni hiedras, ni barandas o pilastras con jarrones de bien cuidadas flores; todo lo que incita a dar este nombre al solar .inmediato a la puerta es que está limpio de hierba y troncos. La matrona del rancho cumplió luego con las reglas de cortesía sacando una hirviente olla de barro, que co– locó en el centro del corro sobre el suelo, y al lado, una esterilla con dos grandes pedazos de cazabe. La olla contenía un caldo picante hecho con hierbas silvestres, en el que nadaban algunos trozos de carne vieja, tal vez de danta o de ciervo cazado días atrás. -Aile, padre, tumá seré (Ea, padre, aquí está la comida) -dijo con voz pausada el venerable de la casa. 166

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