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CAPÍTULO XI SANTO Y DOCTOR .,.. APOSTOLICO La muerte de San Lorenzo se difundió rápidamente por toda la Europa católica. Todos los que le conocieron eran unánimes en afir– mar que había muerto un santo. Sería muy largo exponer los milagros que había obrado a lo largo de su vida. Fueron frecuentes las curacio– nes de enfermos y endemoniados. Como ya dijimos, los pañuelos impregnados de lágrimas, y a veces también de sangre, derramadas durante la celebración de la misa, hicieron numerosas curaciones. Y en la carta que el marqués de Villafranca envió a su hija sor María de la Trinidad para que recibiera el cuerpo de San Lorenzo, entre otras cosas afirmaba: «Él ha resucitado muertos de lo que yo tengo seguros testimonios». Se cuentan entre sus dones el de profecía, como ya hemos visto, aunque aún faltaba por cumplirse una de cuya trascendencia depen– día el futuro de Europa. Hacía muchos años que San Lorenzo había profetizado a su amigo Maximiliano de Baviera que tendría un hijo, salvando así sus dominios de ser regidos por un príncipe protestante. Tal hijo nacería después de muerto el santo, en 1636, cuando Maximi– liano contaba 63 años. Esta profecía fue hasta entonces un secreto de Estado muy bien guardado . 57

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