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decir siempre la misa dedicada a la Virgen, salvo las fiestas del Señor o de otra importancia. Sus misas eran un fenómeno estrictamente personal, de manera que cuando decía misas para el público, como ocurría en los viajes o en las embajadas, procuraba muy a pesar suyo contenerse, de modo que entonces no pasaban de aquel tiempo que hubiesen durado en un sacerdote devoto. Cuando sus ocupaciones se lo permitían era fre– cuente que durasen hasta ocho horas, e incluso a veces, cuando se tra– taba de una fiesta de su especial devoción, aseguran los testigos que llegaban a doce, catorce o incluso dieciséis horas. Así el 8 de septiem– bre de 1618, fiesta de la Natividad de la Virgen, el fraile que le asistía contó que había cambiado la ampolla del reloj de arena con capacidad para una hora hasta once veces; y en la fiesta de San Lorenzo mártir, su patrono, tardó doce horas, y cinco días después, fiesta de la Asun– ción, catorce horas. Su mayor dolor era no poder celebrar la cena del Señor. Cuando en la última embajada de su vida era perseguido por los espías del duque de Osuna, se vio en la necesidad de no decir misa por miedo a ser descubierto. Se llenó de tanta amargura que quedó inapetente, sin probar bocado en todo el día. Los momentos de mayor exaltación eran en el ofertorio, memento, consagración y comunión. Quedaba completamente inmóvil, de pie, como muerto . Mostraba sentimientos diversos : de dolor, de compasión, de estupor y admiración, y de gozo espiritual. Se le oía exclamar: «iDios mio! iDulzura de mi alma!» Batiendo palmas como un niño decía: «iJesús, Marla!» Suspiraba y gemía como si lo hiciera con Cristo y con su Madre Santísima. Estas manifestaciones eran acompañadas de un fenómeno no menos admirable: las lágrimas. Para enjugarlas se hacía preparar sobre el altar varios pañuelos. Muchas veces no eran suficientes ni cinco, ni seis, ni más, de manera que al final se veía el altar sembrado de pañuelos y quedaban además mojados los corporales y los mante– les. La duquesa de Mantua, en una ocasión, escurriendo unos cuan– tos de ellos, llenó una redoma que guardó como reliquia. Con las lágrimas aparecían a veces gotas de sangre que se resistían a ser lava– das. Estos pañuelos aplicados a los enfermos curaban. 44

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