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res protestantes e inspiró las bases por las que habría de regirse la paz, cediendo a sus argumentos los de los adversarios. Pero detengámonos en el punto de su visita a España en ésta su primera embajada. Llegó a Madrid el 10 de septiembre de 1609. El rey se encontraba en El Escorial y Lorenzo se entrevista con el confesor de la reina, padre Haller. Luego es visitado en el Hospital de los Italia– nos, donde se alojaba, por don Rodrigo Calderón, quien le reco– mienda se instale en un lugar más digno de la representación que ostenta. Se retira entonces al convento de franciscanos de San Gil. Allí le visitan el favorito duque de Lerma y otras personalidades. La primera audiencia con el rey sólo se destinó a la presentación de cartas credenciales. Téngase en cuenta que nos encontramos en la corte más protocolaria del mundo, donde brillaba la etiqueta se puede decir que hasta el ridículo. Causa por tanto admiración ver a un sencillo fraile, que prefería la celda de un convento a una residencia palaciega, rodeado de tanto lujo y boato. Ni que decir tiene que los reyes quedaron vivamente impresionados de la cualidad del hombre y de la virtud del santo. Al día siguiente tie'ne lugar un largo coloquio con el rey, y más tarde con la reina, al parecer por más de dos horas. Sin duda alguna la reina tendría interés en saber de su país y de su familia, esto aun en el caso de que no hubiese conocido antes al santo. Se conociesen de antes o no, lo cierto es que fue tratado con toda familiaridad por los monarcas, quienes durante los dos meses que duró la estancia de San Lorenzo en Madrid, lo recibieron más de cincuenta veces. Es más, no pasaban dos días sin que la reina lo hiciera llamar para tener con él lar– gas conversaciones. El duque de Lerma había apartado de los nego– cios de Estado a la reina, la cual sufría a la fuerza cierto alejamiento de los asuntos de la corte y su índole piadosa encontraba en la religión el · mejor pasatiempo. Mucho habría de gozar y disfrutar de la compañía y conversación del santo. Verdaderamente, ella como María, la her– mana de Marta, había escogido la mejor parte. Algunos biógrafos, como el padre Ajofrín, atribuyen al mérito del padre Lorenzo de Brindis la decisión final del rey, tomada el 12 de septiembre de aquel año, que decretaba la expulsión de los moriscos de España. Sin embargo, Carmignano señala que no hay sobre ello 37

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